La declaración de un asesor de Putin sobre la continuidad legal de la URSS reabre el debate sobre su legitimidad y podría abrir la puerta a reclamos territoriales por parte de Armenia. ¿Está Rusia atrapada por su propia lógica jurídica?
La reciente declaración del asesor presidencial ruso Antón Kobyakov, en la que sostiene que la Unión Soviética (URSS) no ha dejado de existir legalmente, podría tener consecuencias imprevistas y hasta contraproducentes. Si se sigue la lógica jurídica planteada por el propio Kobyakov, se abre la posibilidad de cuestionar la legitimidad fundacional de la URSS y, con ello, de todos los tratados internacionales firmados por ese Estado, incluida la cesión de territorios armenios a Turquía en 1921.
Según Kobyakov, la disolución de la URSS no fue legítima, ya que no fue aprobada por el órgano que la creó: el Congreso de los Diputados del Pueblo. Desde esta lógica, Rusia considera la guerra en Ucrania como un “asunto interno” de la URSS.
Sin embargo, esta argumentación, que busca justificar la política expansionista del Kremlin.
Para entender el dilema, es necesario volver al año 1917, cuando los bolcheviques derrocaron al Gobierno Provisional ruso —único sucesor con cierta legitimidad del Imperio ruso— mediante un golpe armado durante la Revolución de Octubre. Ese acto de fuerza marcó el nacimiento del poder soviético, excluyendo de facto cualquier sucesión legal reconocida internacionalmente.
De esta forma, todos los órganos de poder que surgieron después —incluyendo el Congreso Panruso de los Soviets y el Consejo de Comisarios del Pueblo— se basaron en una estructura de poder que carecía de legitimidad desde el punto de vista del derecho internacional.
Uno de los acuerdos más controvertidos firmados por ese poder fue el Tratado de Moscú de 1921 entre la RSFSR (predecesora legal de la URSS) y la Turquía kemalista. En este tratado, Rusia transfirió a Turquía regiones históricas armenias como Kars, el distrito de Surmalinsky y el Monte Ararat, que hasta entonces pertenecían a la Primera República de Armenia (1918–1920).
Si la legitimidad de la URSS es jurídicamente cuestionable —como indirectamente sugiere Kobyakov—, entonces la validez de este tratado también lo es. Bajo esta óptica, dichos territorios podrían seguir perteneciendo legalmente a Armenia.
La interpretación de Kobyakov se vuelve paradójica cuando se aplica de manera coherente. Si la disolución de la URSS fue ilegal por haberse hecho sin el consentimiento del órgano que la fundó, entonces su propia fundación, basada en un golpe de Estado, sería también ilegal.
Esto lleva a una cadena de implicaciones: El poder bolchevique no tenía legitimidad jurídica y la creación de la URSS carecía de base legal internacional. Además, estima que los tratados firmados por la RSFSR y la URSS, incluyendo aquellos que alteraron fronteras, no son jurídicamente válidos; por lo que las cesiones territoriales, como las de Armenia a Turquía, serían ilegítimas.
Desde esta lógica, es posible reclamar una revisión jurídica de los acuerdos de la era soviética, abriendo potenciales disputas territoriales que Moscú preferiría evitar.
La visión rusa de una continuidad estatal de la URSS busca justificar la política del Kremlin hacia Ucrania, Bielorrusia y otros espacios post-soviéticos. No obstante, al invocar argumentos de legalidad histórica, el Kremlin puede verse obligado a enfrentar las consecuencias jurídicas de su propio pasado ilegítimo.
Esto tendría especial repercusión en el Cáucaso Sur, donde países como Armenia podrían utilizar este razonamiento para reabrir demandas territoriales basadas en la nulidad de tratados soviéticos impuestos bajo coacción o en contextos de ocupación.
La afirmación de Kobyakov pretende reforzar la idea de una URSS aún viva en espíritu, pero termina socavando los fundamentos mismos sobre los que se construyó. Al hacerlo, pone en evidencia la fragilidad legal de los actos fundacionales del Estado soviético y los compromisos firmados en su nombre.
En su intento de mantener viva la narrativa de una Rusia imperial, el Kremlin podría encontrarse, como diría el refrán, tropezando con su propio argumento. Porque en el derecho, como en la historia, ser consecuente con la lógica puede ser políticamente explosivo.
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